lunes, 1 de agosto de 2011

Si si, ahora también escribo cuentos!


Abrió los ojos pero el resplandor lo cegó. Tardó unos minutos en que la vista se adecuara a la intensidad del sol y le permitiera ver en que lugar estaba.
El roce con el agua y el ruido de los pájaros algo iba sugiriendo, pero hasta que no pudo observar con nitidez, su mente le impidió recordar donde estaba.
Cuando por fin las pupilas dejaron de trasmitir imágenes en blanco y negro, comenzó a ver un panorama que le ayudaba en nada: campo en ambos márgenes del río y pequeños bancos de arena que se dejan ver ante la escaza correntada que trae el agua en los meses de pocas lluvias, fue lo poco que pudo contemplar de un lugar prácticamente desolado.
El mugido de algunas vacas y el canto de pájaros desde las copas de árboles lejanos era lo único que alteraba la paz del lugar.
Desde la pequeña islita dónde estaba, vio la posición del sol y supuso que era la mañana. Antes de bajar a la arena y después al agua, se miró a si mismo y notó que su ropa estaba rota, como si lo hubiera mordido un animal, aunque él no tenía ni un rasguño.
¿Qué había pasado la noche anterior, como para terminar en un lugar desconocido y en ese estado?
Con 65 años, hacía varias décadas que no iba al río siquiera a pescar y nunca antes se había despertado en una isla.
Más allá de las dudas y el aturdimiento que genera el no tener respuestas, decidió caminar por el cauce. No tenía zapatos así que bastó con sólo arremangarse un poco los pantalones, al menos en el pié que no estaba roto.
Unos 150 metros a favor de la corriente le bastaron para observar como el hilo de agua se ensanchaba y aparecían nuevas islas sobre el cauce.
A lo lejos, comenzó a divisar algunos senderos en las riveras, los que seguramente utilizan los areneros para bajar y subir los carros al agua con la ayuda de sus caballos.
Si bien el lugar seguía siendo extraño, comenzó a sentir alguna certeza: en algún momento no muy lejano ya había estado ahí; eso si, seguro que no había sido anoche.
Mientras ese pensamiento rondaba por su cabeza un sonido retumbó en la paz del lugar. El motor de un camión rompió con el canto de los pájaros y el lento transcurrir del agua bajo sus pies.
Si bien apareció como un rumor lejano, la certeza de que había una ruta en las cercanías al lugar se hizo evidente y lo hizo correr varios metros más hacia delante, con la esperanza que a la vuelta de la próxima curva que proponía el río se encontraría con, al menos, un puente que surcara el cauce.
La esperanza duró poco, la llegada a la curva no deparó otra cosa que más islas, y un cauce que ya se volvía monótono después de varias horas de trayecto interrumpido.
El hombre continuó caminando casi sin más motivos que el ir poniendo un pié delante de otro, mientras buscaba respuestas para saber como había llegado hasta ese lugar, mientras tanto sentía cada vez más cercana la presencia de vehículos.
Cuando el sol ya le quemaba la cabeza a lo lejos divisó un puente, y aunque tenía cierta similitud con alguno que ya había visto antes, ciertas cosas a su alrededor le llamaron la atención.
La estructura de hormigón era la misma que él había cruzado en tantas oportunidades cuando iba hacia Río Cuarto o a las sierras, pero el entorno no. El cauce del río se había ensanchado e incluso en los últimos metros caminados también ganó en profundidad –lo que generó que utilizara una rama de un árbol a modo de bastón, para prevenirse de la correntada-.
Siguió caminando y observó algo mucho más llamativo: el puente no estaba completo y los camiones y máquinas que sintió durante la mañana eran los que traían piedras, arena y materiales para hacer la obra.
Justo al lado de la construcción si había una obra terminada y era el puente destinado al paso del tren, propiedad del Ferrocarril Andino, al que también conocía bien porque estaban a pocos metros uno de otro.
“Se habrá caído el puente” pensó, mientras se arrimaba al lugar donde un grupo de obreros comía, acodados en unas vigas y en lo que parecía un alto de la obra.
Observó las caras de los desconocidos y se dio cuenta que nadie le prestaba atención. Se subió a la ribera del río y a unos 10 metros vio que había otro grupo de trabajadores, bajando alambres de acero de la caja de un camión.
Entre ellos notó una cara familiar, flaco, alto y de tez clara. De pelo corto y marrón, y vestido con un jardinero que denotaba un intenso uso en obra y una camisa amarillenta y roída.
La situación lo dejó inmóvil durante unos minutos, al punto que casi pasa por alto que el club que se encontraba al lado del camino y al que tantas veces fue no estaba. En su lugar sólo había una densa arboleda.
El sujeto al que se había quedado mirando se le arrimó, quizás reconociendo también algo familiar en él y le preguntó: “¿Qué hace usted acá?”.
Fue precisamente ahí cuando un frío le corrió por la espalda al darse cuenta de una morbosa verdad: era él mismo quien le hablaba, pero con 40 años menos.
Entre el obrero y el viejo había diferencias como la calvicie y el peso, pero el tono de voz y la mirada eran las mismas.
En ese momento, recordó que durante su juventud, cuando trabajó en la construcción de un puente, le había ocurrido un episodio similar con un extraño que se acercó a él saliendo desde un río.
-¿Qué hace usted acá?, preguntó en esa oportunidad al extraño.
-No sé, pero por alguna razón, el destino quiso que apareciera acá para verte y hablar con vos sobre tu futuro.
-¿Pero y usted quien es?
-Si te lo explico, no me vas a creer así que mejor evitemos explicaciones.
-¿Y que me quiere decir?
-Que vivas dignamente, que no desaproveches tu tiempo en rencores vanos. Ocúpate de tu trabajo porque es el que te va a dar de comer a ti y a tu familia….
Precisamente en ese instante, el viejo recordó que años atrás aquel desconocido le recomendó no perder tiempo y declararle su amor a Laura, situación que repitió durante la charla y en varias oportunidades.
-¿Porqué me dice todo esto?
-Porque quiero que vivas una vida plena, como la que tuve yo. Replicó el anciano, que ya había entrado en confianza.
Mientras decía eso un nuevo escalofrío recorrió las vértebras del viejo. En ese mismo instante se dio cuenta que había muerto y que ese preciso momento era el mismo vivido durante su juventud aunque desde el otro lado. No era otra cosa que el círculo de su vida que se estaba cerrando.
Los orientales tienen una creencia: aseguran que si bien nuestro destino está sellado, incluso antes de nuestro nacimiento, hay un momento en nuestras vidas en que el creador nos dá la oportunidad de modificarlo. Sólo es cuestión de darse cuenta cuando es ése momento.
“El destino es fatal como la flecha, pero en las grietas, está dios, que acecha”, dice Borges en uno de sus cuentos.
Unos minutos pasó mirando como los obreros colocaban los cables metálicos de un lado a otro del puente y luego comenzó a caminar por el camino rumbo a la puesta del sol, justo a la hora en la que la noche se une con el día y en el momento en que los ángeles del cielo bajan a la tierra en busca de las almas que han dejado ya sus cuerpos definitivamente.
Desde lejos, un joven lo observa se ríe y sigue golpeando un cable.

No hay comentarios: