viernes, 26 de agosto de 2011

Mitad verdad y mitad....¿también?


En tiempos en que la información nos avasalla por todos los flancos y que la Internet se volvió parte esencial de nuestras vidas, no sólo hemos perdido valores de antaño, sino también tradiciones, creencias y hasta algún que otro amigo.
Hoy quedan pocas casas antiguas, la mayoría ha sido derrumbadas, recicladas o bien convertidas en un bar.
En pocas plazas se ven chicos jugando a la pelota y menos aún a las escondidas.
Años atrás era común que una casa vieja sea catalogada por unanimidad entre los pibes como una casa embrujada, y pasaran tardes completas buscando a los mismos fantasmas que después, a la noche, no los dejaban dormir en paz.
El avance del modernismo se llevó las casas viejas junto a sus fantasmas, la llorona y hasta el viejo de la bolsa.
Las tradiciones que teníamos cuando éramos chicos se fueron deshilachando aunque, lejos de perderse, optaron por exiliarse en lugares más pequeños y en donde la modernidad va llegando a cuentagotas.
¿Puede ser que una persona fallecida sea la culpable de una innumerable cantidad de accidentes de tránsito? ¿Y si esa persona además de estar muerta es un sacerdote?
La sabiduría popular, llamada comúnmente folklore, ha dado ese lugar a un cura en una localidad cercana y lejos de buscar soluciones más racionales, las viejas del lugar ya le echan la culpa hasta de que se les cortó la leche.
La historia transcurre en un pueblo de la pampa gringa cordobesa. Uno de los tantos lugares que se pobló a principios del siglo XX, en su mayoría, por inmigrantes italianos que llegaron a trabajar en los campos de la zona.
Por esa época, el pueblo no llegaba a los 2 mil habitantes. Las calles, de tierra, contrastaban con el paso del “macadam” que unía Córdoba con Buenos Aires.
Dueña de “un ojo de mar” que ya era objeto innumerables historias entre los paisanos: animales desaparecidos y hasta objetos de gran valía habían sido “tragados” por el agua, ante el estupor de los gringos de la zona.
A esa apacible localidad había llegado hacía ya varios años un cura, y como pasa casi siempre, rápidamente se había ganado la confianza de los fieles.
La cuestión es que el hombre se había aquerenciado en aquel poblado y desde sus primeros años en el lugar ya había dicho que le gustaría que lo entierren en el cementerio local, justo a la salida del pueblo.
Pasaron los años y el cura Armando se hizo muy popular. A las misas, bautismos, comuniones, casamientos y algún que otro entierro, le fue agregando visitas a las casas de los parroquianos.
“Muchas veces aparecía de improvisto y se quedaba a tomar unos mates”, relatan quienes recuerdan la figura del cura.
Así pasó el tiempo y mientras el cura Armando se fue ganando el cariño de la gente, el tiempo pasó.
 Corría el año 1971 cuando sucedieron los hechos que aquí se detallarán. Armando falleció hacia fines de ese año, a una edad relativamente joven: 55 años.
Luego de la sorpresa y el dolor ante la pérdida de un ser querido, inmediatamente en la población se recordó el deseo del párroco: ser enterrado en el cementerio local.
Así fue como, tras las ceremonias en honor del cura, el cortejo fúnebre salió de la Iglesia del pueblo y se dirigió hacia los pinos.
En el camposanto se dispuso el féretro de Armando justo en el lugar que él mismo había elegido, en cercanías a una cruz de fierro y cerca de muchas personas a las que él mismo había dado su última despedida.
Pasó el tiempo, un cura nuevo llegó al pueblo y no tardó en familiarizarse con la población. Aunque pese a esto Armando seguía firme en la memoria de la gente.
Tal fue así que, lejos del “en paz descanse”, o tal vez porque el cementerio quedaba lejos del pueblo, una comisión parroquial optó por traer nuevamente el cajón con el difunto cura y sepultarlo de nuevo, pero ahora en el ingreso a la Parroquia.
Pese a las opiniones divididas finalmente la idea se aprobó. Se hizo un pozo en el ingreso a la Iglesia y hasta se erigió un busto con la figura del cura para que presidiera la nueva tumba, pero el mismo día del traslado comenzó la leyenda: un carro con dos caballos, junto a un cortejo parroquial, serían los encargados de trasladar nuevamente el cajón desde el cementerio hasta la Iglesia, haciendo el trayecto inverso al que se recorrió en aquel 1971.
Los cronistas de la época recuerdan que, ni bien se dispuso el féretro sobre el carro, los caballos dejaron de moverse y se rehusaron a caminar hacia el pueblo.
El chofer de la cochería hizo lo imposible para que los animales caminaran pero no hubo caso, los caballos no querían trasladar al cura.
El acto estaba armado así que el traslasdo se hizo de todas maneras, aunque de a pie, y se terminó depositando el cuerpo de Armando frente a la Iglesia y debajo de un mármol negro.

La leyenda

En el pueblo, la actitud piquetera de los caballos, sumado a la voluntad contrariada del difunto sobre su lugar de descanso sirvieron de abono para las creencias del pueblo.
Una ley no escrita más que en los libros del saber popular, indica que aquellas cosas que no se pueden explicar por medio la razón se le atribuyen a fenómenos  paranormales.
Casi en coincidencia con el segundo entierro del cura, comenzaron a afectar a al pueblo numerosos accidentes de tránsito, aunque no el pueblo sino sobre la ruta 9.
El trazado de la ruta, justo en el tramo que pasaba por el lugar, se volvió uno de los más accidentados y a falta de explicaciones razonables las miradas cayeron en el cura muerto.
“Se enojó porque no se cumplió con lo que él mismo había pedido, que era ser enterrado en el cementerio”, relata Ana, escoba en mano, mirando hacia el campanario de la Iglesia.
“Acá pocos lo dicen, pero todo el mundo piensa en lo mismo. El padre Armando está enojado y hasta que no lo vuelvan a poner en su tumba, van a seguir pasando cosas malas”, relata un prestigioso letrado del pueblo, que prefirió mantenerse en el anonimato.
En principio se había pensado en juntar firmas para trasladar nuevamente al cura, pero la iniciativa quedó en la nada.
La cuestión es que el tiempo pasó y ya no sólo los accidentes tránsito se le atribuyen al malogrado cura, sino que cada cosa infortunada que pasa ahí parece ser obra del padre Armando.
La pinchadura de una goma, un asado quemado y hasta una quemadura con agua por un mate chorreado, son atribuidos al cura enojado.
“Hace poco se empezaron a mover solas algunas hamacas en la plaza y generó más repercusión en los pueblos de la zona que acá. Nostros ya sabemos que se trata del cura”, insistió Victor, un empleado municipal que trabaja como placero.
“Hay quienes dicen que los accidentes son por culpa del cura, pero nadie se pone a pensar que la ruta está colapsada”, asegura Lucila, otra vecina del pueblo aportando, quizás, la única opinion razonable y quizás también por eso, la primera en ser desestimada por una población más afecta a creer en la luz mala que en los huesos de vaca.
Las creencias en lo fantástico nos devuelven a nuestro pasado de niños, a los fantasmas de las casas abandonadas y al temor por el viejo de la bolsa, pero también nos permiten recordar que hubo tiempos en los que fuimos felices con mucho menos que lo que tenemos hoy en día. Cuando aún no sabíamos, ni pensábamos, en qué sería de nosotros y lo único que nos ocupaba era vivir.
Precisamente por eso, este cronista cada noche sale a recorrer las calles en busca de algún ser sobrenatural que me permita, al menos una vez más, remontarme hacia aquella infancia cada vez más lejana.

lunes, 8 de agosto de 2011

De amores y determinismos

Hay una situación recurrente que me pasó esta semana y que me dejó pensando ¿Un enamoramiento se puede determinar por un detalle en particular? Siempre planteamos la posibilidad de si nos gustan más una rubia, una morocha o una colorada, de una manera determinista, como si el color de pelo fuera una condición esencial que defina a una mujer ideal para nosotros.
El enamoramiento es algo espontáneo y como tal escapa a cualquier condicionamiento que se le intente imponer como por ejemplo este tipo de determinismos.
¿Rubias o morochas? preguntaban en la radio: "Yo quiero a la que me quiere" respondí y me echaron flit.
No se puede poner condiciones a Cupido, lamentablemente (para las estructuras racionales que poco conocen de la simpleza de una mariposa en la panza), éste angelito alado no habla su mismo idioma y precisamente por eso es que no nos enamoramos de quienes nos conviene sino, quizás, de la persona menos esperada.
Soñemos con amores ideales y tratemos de conquistar a aquella o aquel que nos gusta, pero nunca cerremos la puerta a lo desconocido porque quizás ahí y solamente ahí encontremos a esa persona que terminará siendo la dueña de nuestras vidas, de lo contrario va a llegar un día en el que escuchemos a alguien decir: "a mi me gustan las mujeres morochas, de hasta 1,60mt, ingenieras y que vivan en un departamento con vista a la calle. Cuando cumplas esos requisitos te invito a bailar", triste pero cierto...

lunes, 1 de agosto de 2011

Si si, ahora también escribo cuentos!


Abrió los ojos pero el resplandor lo cegó. Tardó unos minutos en que la vista se adecuara a la intensidad del sol y le permitiera ver en que lugar estaba.
El roce con el agua y el ruido de los pájaros algo iba sugiriendo, pero hasta que no pudo observar con nitidez, su mente le impidió recordar donde estaba.
Cuando por fin las pupilas dejaron de trasmitir imágenes en blanco y negro, comenzó a ver un panorama que le ayudaba en nada: campo en ambos márgenes del río y pequeños bancos de arena que se dejan ver ante la escaza correntada que trae el agua en los meses de pocas lluvias, fue lo poco que pudo contemplar de un lugar prácticamente desolado.
El mugido de algunas vacas y el canto de pájaros desde las copas de árboles lejanos era lo único que alteraba la paz del lugar.
Desde la pequeña islita dónde estaba, vio la posición del sol y supuso que era la mañana. Antes de bajar a la arena y después al agua, se miró a si mismo y notó que su ropa estaba rota, como si lo hubiera mordido un animal, aunque él no tenía ni un rasguño.
¿Qué había pasado la noche anterior, como para terminar en un lugar desconocido y en ese estado?
Con 65 años, hacía varias décadas que no iba al río siquiera a pescar y nunca antes se había despertado en una isla.
Más allá de las dudas y el aturdimiento que genera el no tener respuestas, decidió caminar por el cauce. No tenía zapatos así que bastó con sólo arremangarse un poco los pantalones, al menos en el pié que no estaba roto.
Unos 150 metros a favor de la corriente le bastaron para observar como el hilo de agua se ensanchaba y aparecían nuevas islas sobre el cauce.
A lo lejos, comenzó a divisar algunos senderos en las riveras, los que seguramente utilizan los areneros para bajar y subir los carros al agua con la ayuda de sus caballos.
Si bien el lugar seguía siendo extraño, comenzó a sentir alguna certeza: en algún momento no muy lejano ya había estado ahí; eso si, seguro que no había sido anoche.
Mientras ese pensamiento rondaba por su cabeza un sonido retumbó en la paz del lugar. El motor de un camión rompió con el canto de los pájaros y el lento transcurrir del agua bajo sus pies.
Si bien apareció como un rumor lejano, la certeza de que había una ruta en las cercanías al lugar se hizo evidente y lo hizo correr varios metros más hacia delante, con la esperanza que a la vuelta de la próxima curva que proponía el río se encontraría con, al menos, un puente que surcara el cauce.
La esperanza duró poco, la llegada a la curva no deparó otra cosa que más islas, y un cauce que ya se volvía monótono después de varias horas de trayecto interrumpido.
El hombre continuó caminando casi sin más motivos que el ir poniendo un pié delante de otro, mientras buscaba respuestas para saber como había llegado hasta ese lugar, mientras tanto sentía cada vez más cercana la presencia de vehículos.
Cuando el sol ya le quemaba la cabeza a lo lejos divisó un puente, y aunque tenía cierta similitud con alguno que ya había visto antes, ciertas cosas a su alrededor le llamaron la atención.
La estructura de hormigón era la misma que él había cruzado en tantas oportunidades cuando iba hacia Río Cuarto o a las sierras, pero el entorno no. El cauce del río se había ensanchado e incluso en los últimos metros caminados también ganó en profundidad –lo que generó que utilizara una rama de un árbol a modo de bastón, para prevenirse de la correntada-.
Siguió caminando y observó algo mucho más llamativo: el puente no estaba completo y los camiones y máquinas que sintió durante la mañana eran los que traían piedras, arena y materiales para hacer la obra.
Justo al lado de la construcción si había una obra terminada y era el puente destinado al paso del tren, propiedad del Ferrocarril Andino, al que también conocía bien porque estaban a pocos metros uno de otro.
“Se habrá caído el puente” pensó, mientras se arrimaba al lugar donde un grupo de obreros comía, acodados en unas vigas y en lo que parecía un alto de la obra.
Observó las caras de los desconocidos y se dio cuenta que nadie le prestaba atención. Se subió a la ribera del río y a unos 10 metros vio que había otro grupo de trabajadores, bajando alambres de acero de la caja de un camión.
Entre ellos notó una cara familiar, flaco, alto y de tez clara. De pelo corto y marrón, y vestido con un jardinero que denotaba un intenso uso en obra y una camisa amarillenta y roída.
La situación lo dejó inmóvil durante unos minutos, al punto que casi pasa por alto que el club que se encontraba al lado del camino y al que tantas veces fue no estaba. En su lugar sólo había una densa arboleda.
El sujeto al que se había quedado mirando se le arrimó, quizás reconociendo también algo familiar en él y le preguntó: “¿Qué hace usted acá?”.
Fue precisamente ahí cuando un frío le corrió por la espalda al darse cuenta de una morbosa verdad: era él mismo quien le hablaba, pero con 40 años menos.
Entre el obrero y el viejo había diferencias como la calvicie y el peso, pero el tono de voz y la mirada eran las mismas.
En ese momento, recordó que durante su juventud, cuando trabajó en la construcción de un puente, le había ocurrido un episodio similar con un extraño que se acercó a él saliendo desde un río.
-¿Qué hace usted acá?, preguntó en esa oportunidad al extraño.
-No sé, pero por alguna razón, el destino quiso que apareciera acá para verte y hablar con vos sobre tu futuro.
-¿Pero y usted quien es?
-Si te lo explico, no me vas a creer así que mejor evitemos explicaciones.
-¿Y que me quiere decir?
-Que vivas dignamente, que no desaproveches tu tiempo en rencores vanos. Ocúpate de tu trabajo porque es el que te va a dar de comer a ti y a tu familia….
Precisamente en ese instante, el viejo recordó que años atrás aquel desconocido le recomendó no perder tiempo y declararle su amor a Laura, situación que repitió durante la charla y en varias oportunidades.
-¿Porqué me dice todo esto?
-Porque quiero que vivas una vida plena, como la que tuve yo. Replicó el anciano, que ya había entrado en confianza.
Mientras decía eso un nuevo escalofrío recorrió las vértebras del viejo. En ese mismo instante se dio cuenta que había muerto y que ese preciso momento era el mismo vivido durante su juventud aunque desde el otro lado. No era otra cosa que el círculo de su vida que se estaba cerrando.
Los orientales tienen una creencia: aseguran que si bien nuestro destino está sellado, incluso antes de nuestro nacimiento, hay un momento en nuestras vidas en que el creador nos dá la oportunidad de modificarlo. Sólo es cuestión de darse cuenta cuando es ése momento.
“El destino es fatal como la flecha, pero en las grietas, está dios, que acecha”, dice Borges en uno de sus cuentos.
Unos minutos pasó mirando como los obreros colocaban los cables metálicos de un lado a otro del puente y luego comenzó a caminar por el camino rumbo a la puesta del sol, justo a la hora en la que la noche se une con el día y en el momento en que los ángeles del cielo bajan a la tierra en busca de las almas que han dejado ya sus cuerpos definitivamente.
Desde lejos, un joven lo observa se ríe y sigue golpeando un cable.