martes, 18 de octubre de 2011

La jurisdicción de dios

Por ahí es complicado arrancar un relato así, pero una duda surgida me dispara la siguiente pregunta: ¿Dios tiene jurisdicción?
No es para una respuesta del tipo “Dios está en todos lados pero atiende en Buenos Aires”, o ese tipo de pavadas, sino que es para que uno enserio se plantee si el barba está en todos lados, o si en verdad lo que hace es ir pispeando de a un lado a la vez.
¿Dormirá?, ¿Irá viendo solamente en los lugares en que va dando el sol? Vaya uno a saber…
“En todos lados no puede estar, porque si es así no se termina de estar en ningún lado”, se cansaban de decirme mis maestras en la escuela (católica) mientras uno hacía dibujos en los bancos y ellas intentaban enseñarnos a dividir.
Creo que eso último puede ser una explicación a lo que le pasó a Gustavo, un sacerdote de pueblo, no uno de esos de sotana larga y sombrero negro como nos acostumbró Sandrini, sino uno de jean y zapatos, como los de ahora…
Gustavo nació en un pueblo pequeño y sólo salió de ahí a los 18 años, cuando entró al seminario en Río Cuarto. Ni siquiera había querido ir de viaje de promoción con sus compañeros de curso. No quería que nada lo desconcentre en su camino al sacerdocio.
Los que lo conocían bien dicen que él nunca fue muy creyente y menos que menos practicante, pero que todo eso cambió de un día para el otro, cuando dijo que iba a ser cura.
Así como el futuro periodista empieza a leer más, o el agrónomo empieza a ir al campo, a Gustavo se lo vio cada vez más seguido en el templo del pueblo.
Pasó tanto tiempo ahí que la profesión le terminó gustando, se anotó en el seminario y 6 años después era ordenado sacerdote junto a otros dos jóvenes.
Ya como sacerdote, Gustavo nunca pudo oficiar una misa en su pueblo. Estuvo un par de meses como vicario y luego lo enviaron a una Iglesia de barrio en Villa María.
El contacto con los suyos igualmente no lo perdió y muchos de sus amigos lo seguían invitando a los asados de los viernes en el saloncito de la cooperativa, a los que asistía contento después de celebrar la misa en Villa María.
Precisamente en una de esas juntadas fue que Iván, uno de sus ex compañeros de estudio, anunció que se casaba con Julia, la novia de la infancia.
“Gustavo, yo quiero que nos cases vos. Nos conocemos hace años, fuimos todos juntos a la escuela y estaría bueno que nos cases y después te quedes a la fiesta. Así de paso das tu primera misa en el pueblo”, le dijo su amigo, en una proposición muy difícil de rechazar.
El cura lo habló al otro día con el sacerdote del pueblo, y si bien no le gustó mucho la idea de ceder el púlpito, lo terminó aceptando.
El casamiento era dentro de un mes así que había tiempo para irse preparando para la ocasión, los viajes de Gustavo a su pueblo se hicieron más recurrentes en esas semanas; que reunión con la pareja, que preparativos en la parroquia, que encuentros familiares…la cuestión es que de tantos preparativos se olvidó de avisar en su casa que iba a pasar un fin de semana ahí y se quedó sin lugar para dormir después de la fiesta del casamiento.
Otra vez el cura local le auxilió y le dio una cama en el altillo de la casa parroquial para que descansara esa noche, eso sí, el auto iba a tener que dormir afuera porque en el garaje no había más lugar.
Llegó el sábado, afuera llovía y adentro del templo no cabía un alfiler, entre el casamiento de un vecino del pueblo y la primer misa de otro hijo de la ciudad estaba todo el pueblo en Iglesia.
Los parientes de la novia, foránea, sólo ocupaban 5 bancos del templo el resto era todo local.
Gustavo celebró el casamiento y la misa, bendijo a los flamantes esposos y de ahí todos se fueron a festejar al salón grande de la cooperativa.
Comida, postre, vals, un par de fernés, baile y a las 4 de la mañana el hombre ya iba rumbo a la casa parroquial esquivando charcos en las calles de tierra. Tenía ganas de quedarse pero el cleriman que tenía en el cuello, y que pensó varias veces durante la noche en quitarse, le hizo recordar su responsabilidad y se volvió a la Iglesia. Seguramente el párroco iba a estar controlando el horario y el estado del cura extranjero cuando regresara de la fiesta, pensó para sí.
Gustavo llegó, tomó un vaso de agua fría, pasó por el baño y se acostó a dormir y justo cuando estaba por terminar de cerrar los ojos comenzó a escuchar el murmullo de la gente que iba saliendo de la fiesta y que pasaban por la calle de la parroquia. Los murmullos se iban haciendo más fuertes a medida que se acercaban a la Iglesia y del mismo modo se iban silenciando cuando se alejaban.
Ya sin sueño, el cura optó por sentarse en la improvisada cama y observar desde la ventana del altillo a los que iban pasando. Hay que decir que al no ser la calle del salón eran pocos los que pasaban por ahí. La oscuridad del lugar no era excusa ya que en un pueblo tan chico la palabra inseguridad sólo se escuchaba en la radio o en la televisión.
La cuestión es que la vista de Gustavo se detuvo en dos muchachos que venían a los empujones y riéndose. Al estar él en un segundo piso y no tener otras construcciones altas cerca, la situación le permitió comenzar a verlos ni bien cruzaron la esquina, a unos 80 metros de la entrada a la parroquia.
Como dos amigos que recién salen de una fiesta, los jóvenes caminaban riéndose y empujándose el uno al otro por el medio de la calle, situación que hizo recordar al cura sus años de joven en el pueblo.
Al llegar al frente de la casa parroquial, quizás aprovechando también la oscuridad reinante, los empujones y las risas cesaron y todo dejó lugar a una serie de besos apasionados entre los dos.
Casi sin dejar lugar a la reacción del cura, la pareja se apoyó en su propio auto, se bajaron los pantalones y dieron rienda suelta a su pasión. Todo esto ante la atónita mirada del cura, que no sabía que hacer.
La situación se extendió alrededor de 15 minutos, tras los cuales los dos chicos se vistieron rápidamente y se sentaron en el cordón de la vereda compartiendo un cigarrillo.
Gustavo no podía creer en lo que había visto, ¿cuándo había cambiado su pueblo durante el tiempo que pasó afuera?, ¿Quiénes eran esos jóvenes que habían tenido relaciones justo sobre el capó del auto que se había comprado hacía menos de un mes?
Antes de responderse la primera de las preguntas que se había cruzado por la cabeza, miró nuevamente hacia abajo y otra vez estaba la pareja teniendo relaciones apoyados en su auto, aunque ahora con los roles invertidos.
Ahora si el sacerdote estuvo un poco más rápido y atinó a llamar a la policía, pero en la comisaría no atendió nadie, quizás porque el encargado del destacamento estaba también invitado a la fiesta.
Aturdido, Gustavo se asomó nuevamente por la ventana y los chicos ya no estaban. Miró a lo largo de la calle y no había un alma transitando la oscura senda. Corrió hacia la otra ventana del altillo, que daba hacia la otra calle, pero no había nadie cerca y sólo atinó a ver dos sombras que iban de la mano y que se perdían tras doblar en una esquina vecina.
Gustavo no pudo dormir en toda la noche y ni bien el sol comenzó a despuntar tiró un par de baldes de agua sobre el capó de su auto y partió rumbo a Villa María.
Esa fue la última vez que se lo vio al cura por su pueblo. Por uno u otro motivo el hombre no volvió más, ni a comer los asados con amigos ni a visitar a la familia que le quedó en su casa natal.
Gustavo pasó por varias Iglesias de Villa María y hasta tuvo la posibilidad de conocer el Vaticano y hasta al Papa, aunque nunca nadie le pudo responder esa pregunta que se hizo en aquella noche de invierno ¿Dios tiene jurisdicción? ¿Está en todos lados o a veces se toma el día libre?

viernes, 7 de octubre de 2011

Homenaje

Partido de potrero con sueños de cancha grande; un niño con una pelota corre esquivando piernas rivales y las raíces de los árboles que salen del suelo. Nada lo detiene camino al arco rival, patea y la pelota pasa por el arco sin redes y termina lejos de la cancha emplazada en el parque.
“gooollll de Alem”, grita el chico, de no más de 10 años, ante la alegría de sus compañeros y la resignación rival.
La imagen es seguida detenidamente por un señor mayor de gesto serio. Pelo oscuro, patillas largas y recortadas prolijamente, que se unen a la barba que le surca la cara.
Su atuendo no parece acorde a la época, botas de potro, pantalones anchos y una camisa, que sólo dejaba ver sus mangas ya que estaba cubierta por un poncho.
El pequeño pasa corriendo al lado del hombre, toma la pelota y vuelve con sus compañeros sin mirarlo, como si no estuviera ahí.
El hombre da media vuelta y se vuelve rumbo a su casa pasando por la pequeña capilla en honor a la Virgen del Rosario, imagen instalada ahí por su esposa, y de ahí hacia los establos.
“Francisco, llegaron nuevos viajeros de Fraile Muerto”, interrumpió su caminata una voz femenina que proviene de la casa grande, “dales de comer y beber. Que alguien lleve los caballos a los establos, está por anochecer. Hasta primera hora de mañana no van a poder seguir viaje”, ordenó el hombre y acató rápidamente la mujer.
 Una moto rompe con la tranquilidad del lugar y pasa raudamente rumbo al centro, varias bicicletas en sentido contrario viajan hacia el barrio.
Ferreira Abad, camina y observa todo a su alrededor, a lo lejos, del otro lado del río se observan casas altas, vehículos y bullicio, de éste todo es tranquilidad y el sonido de los pájaros.
Se frena, piensa en lo que ve y no le encuentra muchas explicaciones más que la llegada del progreso.
Hoy ya no está la estancia, ni el paso que llevó su apellido, tampoco el oratorio y ni siquiera los establos, pero aquellos que siguen transitan por el parque, aseguran que todavía hoy, al atardecer, se puede escuchar el sonido de lejanas carretas que llegan desde caminos polvorientos, y si agudizan la vista, hasta lo ven a Francisco Ferreira Abad y su mujer, recibiendo a los viajeros.
El parque, ese lugar en donde nació Villa Nueva y todavía se mantiene encendida la llama de su historia.
Se cumplen 185 años del nacimiento de Villa Nueva, el lugar que nació como posta y creció como ciudad, siempre con el parque como su lugar de referencia.