martes, 18 de octubre de 2011

La jurisdicción de dios

Por ahí es complicado arrancar un relato así, pero una duda surgida me dispara la siguiente pregunta: ¿Dios tiene jurisdicción?
No es para una respuesta del tipo “Dios está en todos lados pero atiende en Buenos Aires”, o ese tipo de pavadas, sino que es para que uno enserio se plantee si el barba está en todos lados, o si en verdad lo que hace es ir pispeando de a un lado a la vez.
¿Dormirá?, ¿Irá viendo solamente en los lugares en que va dando el sol? Vaya uno a saber…
“En todos lados no puede estar, porque si es así no se termina de estar en ningún lado”, se cansaban de decirme mis maestras en la escuela (católica) mientras uno hacía dibujos en los bancos y ellas intentaban enseñarnos a dividir.
Creo que eso último puede ser una explicación a lo que le pasó a Gustavo, un sacerdote de pueblo, no uno de esos de sotana larga y sombrero negro como nos acostumbró Sandrini, sino uno de jean y zapatos, como los de ahora…
Gustavo nació en un pueblo pequeño y sólo salió de ahí a los 18 años, cuando entró al seminario en Río Cuarto. Ni siquiera había querido ir de viaje de promoción con sus compañeros de curso. No quería que nada lo desconcentre en su camino al sacerdocio.
Los que lo conocían bien dicen que él nunca fue muy creyente y menos que menos practicante, pero que todo eso cambió de un día para el otro, cuando dijo que iba a ser cura.
Así como el futuro periodista empieza a leer más, o el agrónomo empieza a ir al campo, a Gustavo se lo vio cada vez más seguido en el templo del pueblo.
Pasó tanto tiempo ahí que la profesión le terminó gustando, se anotó en el seminario y 6 años después era ordenado sacerdote junto a otros dos jóvenes.
Ya como sacerdote, Gustavo nunca pudo oficiar una misa en su pueblo. Estuvo un par de meses como vicario y luego lo enviaron a una Iglesia de barrio en Villa María.
El contacto con los suyos igualmente no lo perdió y muchos de sus amigos lo seguían invitando a los asados de los viernes en el saloncito de la cooperativa, a los que asistía contento después de celebrar la misa en Villa María.
Precisamente en una de esas juntadas fue que Iván, uno de sus ex compañeros de estudio, anunció que se casaba con Julia, la novia de la infancia.
“Gustavo, yo quiero que nos cases vos. Nos conocemos hace años, fuimos todos juntos a la escuela y estaría bueno que nos cases y después te quedes a la fiesta. Así de paso das tu primera misa en el pueblo”, le dijo su amigo, en una proposición muy difícil de rechazar.
El cura lo habló al otro día con el sacerdote del pueblo, y si bien no le gustó mucho la idea de ceder el púlpito, lo terminó aceptando.
El casamiento era dentro de un mes así que había tiempo para irse preparando para la ocasión, los viajes de Gustavo a su pueblo se hicieron más recurrentes en esas semanas; que reunión con la pareja, que preparativos en la parroquia, que encuentros familiares…la cuestión es que de tantos preparativos se olvidó de avisar en su casa que iba a pasar un fin de semana ahí y se quedó sin lugar para dormir después de la fiesta del casamiento.
Otra vez el cura local le auxilió y le dio una cama en el altillo de la casa parroquial para que descansara esa noche, eso sí, el auto iba a tener que dormir afuera porque en el garaje no había más lugar.
Llegó el sábado, afuera llovía y adentro del templo no cabía un alfiler, entre el casamiento de un vecino del pueblo y la primer misa de otro hijo de la ciudad estaba todo el pueblo en Iglesia.
Los parientes de la novia, foránea, sólo ocupaban 5 bancos del templo el resto era todo local.
Gustavo celebró el casamiento y la misa, bendijo a los flamantes esposos y de ahí todos se fueron a festejar al salón grande de la cooperativa.
Comida, postre, vals, un par de fernés, baile y a las 4 de la mañana el hombre ya iba rumbo a la casa parroquial esquivando charcos en las calles de tierra. Tenía ganas de quedarse pero el cleriman que tenía en el cuello, y que pensó varias veces durante la noche en quitarse, le hizo recordar su responsabilidad y se volvió a la Iglesia. Seguramente el párroco iba a estar controlando el horario y el estado del cura extranjero cuando regresara de la fiesta, pensó para sí.
Gustavo llegó, tomó un vaso de agua fría, pasó por el baño y se acostó a dormir y justo cuando estaba por terminar de cerrar los ojos comenzó a escuchar el murmullo de la gente que iba saliendo de la fiesta y que pasaban por la calle de la parroquia. Los murmullos se iban haciendo más fuertes a medida que se acercaban a la Iglesia y del mismo modo se iban silenciando cuando se alejaban.
Ya sin sueño, el cura optó por sentarse en la improvisada cama y observar desde la ventana del altillo a los que iban pasando. Hay que decir que al no ser la calle del salón eran pocos los que pasaban por ahí. La oscuridad del lugar no era excusa ya que en un pueblo tan chico la palabra inseguridad sólo se escuchaba en la radio o en la televisión.
La cuestión es que la vista de Gustavo se detuvo en dos muchachos que venían a los empujones y riéndose. Al estar él en un segundo piso y no tener otras construcciones altas cerca, la situación le permitió comenzar a verlos ni bien cruzaron la esquina, a unos 80 metros de la entrada a la parroquia.
Como dos amigos que recién salen de una fiesta, los jóvenes caminaban riéndose y empujándose el uno al otro por el medio de la calle, situación que hizo recordar al cura sus años de joven en el pueblo.
Al llegar al frente de la casa parroquial, quizás aprovechando también la oscuridad reinante, los empujones y las risas cesaron y todo dejó lugar a una serie de besos apasionados entre los dos.
Casi sin dejar lugar a la reacción del cura, la pareja se apoyó en su propio auto, se bajaron los pantalones y dieron rienda suelta a su pasión. Todo esto ante la atónita mirada del cura, que no sabía que hacer.
La situación se extendió alrededor de 15 minutos, tras los cuales los dos chicos se vistieron rápidamente y se sentaron en el cordón de la vereda compartiendo un cigarrillo.
Gustavo no podía creer en lo que había visto, ¿cuándo había cambiado su pueblo durante el tiempo que pasó afuera?, ¿Quiénes eran esos jóvenes que habían tenido relaciones justo sobre el capó del auto que se había comprado hacía menos de un mes?
Antes de responderse la primera de las preguntas que se había cruzado por la cabeza, miró nuevamente hacia abajo y otra vez estaba la pareja teniendo relaciones apoyados en su auto, aunque ahora con los roles invertidos.
Ahora si el sacerdote estuvo un poco más rápido y atinó a llamar a la policía, pero en la comisaría no atendió nadie, quizás porque el encargado del destacamento estaba también invitado a la fiesta.
Aturdido, Gustavo se asomó nuevamente por la ventana y los chicos ya no estaban. Miró a lo largo de la calle y no había un alma transitando la oscura senda. Corrió hacia la otra ventana del altillo, que daba hacia la otra calle, pero no había nadie cerca y sólo atinó a ver dos sombras que iban de la mano y que se perdían tras doblar en una esquina vecina.
Gustavo no pudo dormir en toda la noche y ni bien el sol comenzó a despuntar tiró un par de baldes de agua sobre el capó de su auto y partió rumbo a Villa María.
Esa fue la última vez que se lo vio al cura por su pueblo. Por uno u otro motivo el hombre no volvió más, ni a comer los asados con amigos ni a visitar a la familia que le quedó en su casa natal.
Gustavo pasó por varias Iglesias de Villa María y hasta tuvo la posibilidad de conocer el Vaticano y hasta al Papa, aunque nunca nadie le pudo responder esa pregunta que se hizo en aquella noche de invierno ¿Dios tiene jurisdicción? ¿Está en todos lados o a veces se toma el día libre?

viernes, 7 de octubre de 2011

Homenaje

Partido de potrero con sueños de cancha grande; un niño con una pelota corre esquivando piernas rivales y las raíces de los árboles que salen del suelo. Nada lo detiene camino al arco rival, patea y la pelota pasa por el arco sin redes y termina lejos de la cancha emplazada en el parque.
“gooollll de Alem”, grita el chico, de no más de 10 años, ante la alegría de sus compañeros y la resignación rival.
La imagen es seguida detenidamente por un señor mayor de gesto serio. Pelo oscuro, patillas largas y recortadas prolijamente, que se unen a la barba que le surca la cara.
Su atuendo no parece acorde a la época, botas de potro, pantalones anchos y una camisa, que sólo dejaba ver sus mangas ya que estaba cubierta por un poncho.
El pequeño pasa corriendo al lado del hombre, toma la pelota y vuelve con sus compañeros sin mirarlo, como si no estuviera ahí.
El hombre da media vuelta y se vuelve rumbo a su casa pasando por la pequeña capilla en honor a la Virgen del Rosario, imagen instalada ahí por su esposa, y de ahí hacia los establos.
“Francisco, llegaron nuevos viajeros de Fraile Muerto”, interrumpió su caminata una voz femenina que proviene de la casa grande, “dales de comer y beber. Que alguien lleve los caballos a los establos, está por anochecer. Hasta primera hora de mañana no van a poder seguir viaje”, ordenó el hombre y acató rápidamente la mujer.
 Una moto rompe con la tranquilidad del lugar y pasa raudamente rumbo al centro, varias bicicletas en sentido contrario viajan hacia el barrio.
Ferreira Abad, camina y observa todo a su alrededor, a lo lejos, del otro lado del río se observan casas altas, vehículos y bullicio, de éste todo es tranquilidad y el sonido de los pájaros.
Se frena, piensa en lo que ve y no le encuentra muchas explicaciones más que la llegada del progreso.
Hoy ya no está la estancia, ni el paso que llevó su apellido, tampoco el oratorio y ni siquiera los establos, pero aquellos que siguen transitan por el parque, aseguran que todavía hoy, al atardecer, se puede escuchar el sonido de lejanas carretas que llegan desde caminos polvorientos, y si agudizan la vista, hasta lo ven a Francisco Ferreira Abad y su mujer, recibiendo a los viajeros.
El parque, ese lugar en donde nació Villa Nueva y todavía se mantiene encendida la llama de su historia.
Se cumplen 185 años del nacimiento de Villa Nueva, el lugar que nació como posta y creció como ciudad, siempre con el parque como su lugar de referencia.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Reflexiones

No me acuerdo cuando fue la primera vez que viajé en tren, pero si la segunda: regresando de Córdoba después del entierro de mi tío. También recuerdo la tercera, camino a Córdoba para pasar el día con dos amigos: Javier y Ricardo.
Cosas distintas, hechos distintos y ni hablar el ánimo, pero asi y todo esos son los únicos recuerdos que se me vienen a la mente cuando pienso en viajes.
Del tren también tengo recuerdos de más chico, cuando iba a la estación a esperar que llegase mi viejo de Buenos Aires. De ahí me quedó el recuerdo de un olor especial que tienen los trenes y que cada vez que lo siento, me vuelve a la mente mi viejo bajando del tren con su valija de cuero y el regreso a casa pasando por el tunel.
Tampoco recuerdo cuando fue la primera vez que estuve en San Juan. A la Difunta Correa comencé a ir de recién nacido, asi que no está mal no acordarse, aunque también tengo sabores e imágenes que me quedaron en la retina.
Navidades y años nuevos en familia comiendo a poquitos metros de donde la Difunta se rindió y se volvió leyenda... El tiempo quizo que esas fueran algunas de las últimas juntadas familiares y en familia. Peleas, rencores y la vida misma pasaron debajo del puente.
No recuerdo cuando aprendí a pedalear sólo y sin ayudarme de los bastoncitos con rueditas que apuntalaban la bici color azul marino, pero más fresca en la mente tengo las recorridas por los extremos de Villa María con el hermano que no me dió mi vieja, pero que si me lo trajo la vida.
Tardes enteras dando vueltas, conociendo lugares lejanos a nuestras casas, con la única preocupación de no pinchar una goma lejos y tener que volverse a pié.
La mente muchas veces, quizás en la mayoría, se encapricha en hacernos recordar algunos momentos que para muchos pueden parecer insignificantes, pero que para otros pueden ser fundamentales en nuestra vida. Todos esos momentos simples que han dejado huellas en nuestro ser y que, por suerte, no podremos olvidar.
Hace ya mucho que no viajo en tren, pero la imagen del viejo bajando por la escaleríta metálica vuelve a mi toda vez que pasa un tren y deja en el aire ese particular olor.
Esas cosas extrañas de la mente que se niega a dejar de recordar.
A San Juan ahora viajo solo, no consigo acompañantes, pero al viaje lo hago igual porque ése lugar es el que me recuerda a una familia que ya no se parece a lo que fue, a los nonos que en alguna estrella andarán y a la gente que hizo que uno sea lo que es hoy.
Quizás por eso ese Vallecito perdido en el desierto sanjuanino sea mi lugar en el mundo.
La mente tiene esas cosas que no podemos comprender y que algunos intentan atribuirle a un corazón que sólo se limita a pasar sangre, como un peaje del organismo.
En bici ya no ando, pero a mi amigo lo tengo siempre cerca, para acordarse que uno fue pibe hace no mucho y que, al menos en las charlas nunca dejará de serlo, pero tambien para poner el hombro o el oído.
La mente, esa que no nos permite olvidar muchas de aquellas cosas que queremos dejar atrás, (un rencor, un amor no correspondido, una deuda)  pero que tampoco deja que nos abandonen esos momentos en que fuimos felices como para darnos una lección sabia: todo pasa pero sólo algo queda, aquellas pequeñas cosas que nos hicieron estas personas que somos hoy.

viernes, 26 de agosto de 2011

Mitad verdad y mitad....¿también?


En tiempos en que la información nos avasalla por todos los flancos y que la Internet se volvió parte esencial de nuestras vidas, no sólo hemos perdido valores de antaño, sino también tradiciones, creencias y hasta algún que otro amigo.
Hoy quedan pocas casas antiguas, la mayoría ha sido derrumbadas, recicladas o bien convertidas en un bar.
En pocas plazas se ven chicos jugando a la pelota y menos aún a las escondidas.
Años atrás era común que una casa vieja sea catalogada por unanimidad entre los pibes como una casa embrujada, y pasaran tardes completas buscando a los mismos fantasmas que después, a la noche, no los dejaban dormir en paz.
El avance del modernismo se llevó las casas viejas junto a sus fantasmas, la llorona y hasta el viejo de la bolsa.
Las tradiciones que teníamos cuando éramos chicos se fueron deshilachando aunque, lejos de perderse, optaron por exiliarse en lugares más pequeños y en donde la modernidad va llegando a cuentagotas.
¿Puede ser que una persona fallecida sea la culpable de una innumerable cantidad de accidentes de tránsito? ¿Y si esa persona además de estar muerta es un sacerdote?
La sabiduría popular, llamada comúnmente folklore, ha dado ese lugar a un cura en una localidad cercana y lejos de buscar soluciones más racionales, las viejas del lugar ya le echan la culpa hasta de que se les cortó la leche.
La historia transcurre en un pueblo de la pampa gringa cordobesa. Uno de los tantos lugares que se pobló a principios del siglo XX, en su mayoría, por inmigrantes italianos que llegaron a trabajar en los campos de la zona.
Por esa época, el pueblo no llegaba a los 2 mil habitantes. Las calles, de tierra, contrastaban con el paso del “macadam” que unía Córdoba con Buenos Aires.
Dueña de “un ojo de mar” que ya era objeto innumerables historias entre los paisanos: animales desaparecidos y hasta objetos de gran valía habían sido “tragados” por el agua, ante el estupor de los gringos de la zona.
A esa apacible localidad había llegado hacía ya varios años un cura, y como pasa casi siempre, rápidamente se había ganado la confianza de los fieles.
La cuestión es que el hombre se había aquerenciado en aquel poblado y desde sus primeros años en el lugar ya había dicho que le gustaría que lo entierren en el cementerio local, justo a la salida del pueblo.
Pasaron los años y el cura Armando se hizo muy popular. A las misas, bautismos, comuniones, casamientos y algún que otro entierro, le fue agregando visitas a las casas de los parroquianos.
“Muchas veces aparecía de improvisto y se quedaba a tomar unos mates”, relatan quienes recuerdan la figura del cura.
Así pasó el tiempo y mientras el cura Armando se fue ganando el cariño de la gente, el tiempo pasó.
 Corría el año 1971 cuando sucedieron los hechos que aquí se detallarán. Armando falleció hacia fines de ese año, a una edad relativamente joven: 55 años.
Luego de la sorpresa y el dolor ante la pérdida de un ser querido, inmediatamente en la población se recordó el deseo del párroco: ser enterrado en el cementerio local.
Así fue como, tras las ceremonias en honor del cura, el cortejo fúnebre salió de la Iglesia del pueblo y se dirigió hacia los pinos.
En el camposanto se dispuso el féretro de Armando justo en el lugar que él mismo había elegido, en cercanías a una cruz de fierro y cerca de muchas personas a las que él mismo había dado su última despedida.
Pasó el tiempo, un cura nuevo llegó al pueblo y no tardó en familiarizarse con la población. Aunque pese a esto Armando seguía firme en la memoria de la gente.
Tal fue así que, lejos del “en paz descanse”, o tal vez porque el cementerio quedaba lejos del pueblo, una comisión parroquial optó por traer nuevamente el cajón con el difunto cura y sepultarlo de nuevo, pero ahora en el ingreso a la Parroquia.
Pese a las opiniones divididas finalmente la idea se aprobó. Se hizo un pozo en el ingreso a la Iglesia y hasta se erigió un busto con la figura del cura para que presidiera la nueva tumba, pero el mismo día del traslado comenzó la leyenda: un carro con dos caballos, junto a un cortejo parroquial, serían los encargados de trasladar nuevamente el cajón desde el cementerio hasta la Iglesia, haciendo el trayecto inverso al que se recorrió en aquel 1971.
Los cronistas de la época recuerdan que, ni bien se dispuso el féretro sobre el carro, los caballos dejaron de moverse y se rehusaron a caminar hacia el pueblo.
El chofer de la cochería hizo lo imposible para que los animales caminaran pero no hubo caso, los caballos no querían trasladar al cura.
El acto estaba armado así que el traslasdo se hizo de todas maneras, aunque de a pie, y se terminó depositando el cuerpo de Armando frente a la Iglesia y debajo de un mármol negro.

La leyenda

En el pueblo, la actitud piquetera de los caballos, sumado a la voluntad contrariada del difunto sobre su lugar de descanso sirvieron de abono para las creencias del pueblo.
Una ley no escrita más que en los libros del saber popular, indica que aquellas cosas que no se pueden explicar por medio la razón se le atribuyen a fenómenos  paranormales.
Casi en coincidencia con el segundo entierro del cura, comenzaron a afectar a al pueblo numerosos accidentes de tránsito, aunque no el pueblo sino sobre la ruta 9.
El trazado de la ruta, justo en el tramo que pasaba por el lugar, se volvió uno de los más accidentados y a falta de explicaciones razonables las miradas cayeron en el cura muerto.
“Se enojó porque no se cumplió con lo que él mismo había pedido, que era ser enterrado en el cementerio”, relata Ana, escoba en mano, mirando hacia el campanario de la Iglesia.
“Acá pocos lo dicen, pero todo el mundo piensa en lo mismo. El padre Armando está enojado y hasta que no lo vuelvan a poner en su tumba, van a seguir pasando cosas malas”, relata un prestigioso letrado del pueblo, que prefirió mantenerse en el anonimato.
En principio se había pensado en juntar firmas para trasladar nuevamente al cura, pero la iniciativa quedó en la nada.
La cuestión es que el tiempo pasó y ya no sólo los accidentes tránsito se le atribuyen al malogrado cura, sino que cada cosa infortunada que pasa ahí parece ser obra del padre Armando.
La pinchadura de una goma, un asado quemado y hasta una quemadura con agua por un mate chorreado, son atribuidos al cura enojado.
“Hace poco se empezaron a mover solas algunas hamacas en la plaza y generó más repercusión en los pueblos de la zona que acá. Nostros ya sabemos que se trata del cura”, insistió Victor, un empleado municipal que trabaja como placero.
“Hay quienes dicen que los accidentes son por culpa del cura, pero nadie se pone a pensar que la ruta está colapsada”, asegura Lucila, otra vecina del pueblo aportando, quizás, la única opinion razonable y quizás también por eso, la primera en ser desestimada por una población más afecta a creer en la luz mala que en los huesos de vaca.
Las creencias en lo fantástico nos devuelven a nuestro pasado de niños, a los fantasmas de las casas abandonadas y al temor por el viejo de la bolsa, pero también nos permiten recordar que hubo tiempos en los que fuimos felices con mucho menos que lo que tenemos hoy en día. Cuando aún no sabíamos, ni pensábamos, en qué sería de nosotros y lo único que nos ocupaba era vivir.
Precisamente por eso, este cronista cada noche sale a recorrer las calles en busca de algún ser sobrenatural que me permita, al menos una vez más, remontarme hacia aquella infancia cada vez más lejana.

lunes, 8 de agosto de 2011

De amores y determinismos

Hay una situación recurrente que me pasó esta semana y que me dejó pensando ¿Un enamoramiento se puede determinar por un detalle en particular? Siempre planteamos la posibilidad de si nos gustan más una rubia, una morocha o una colorada, de una manera determinista, como si el color de pelo fuera una condición esencial que defina a una mujer ideal para nosotros.
El enamoramiento es algo espontáneo y como tal escapa a cualquier condicionamiento que se le intente imponer como por ejemplo este tipo de determinismos.
¿Rubias o morochas? preguntaban en la radio: "Yo quiero a la que me quiere" respondí y me echaron flit.
No se puede poner condiciones a Cupido, lamentablemente (para las estructuras racionales que poco conocen de la simpleza de una mariposa en la panza), éste angelito alado no habla su mismo idioma y precisamente por eso es que no nos enamoramos de quienes nos conviene sino, quizás, de la persona menos esperada.
Soñemos con amores ideales y tratemos de conquistar a aquella o aquel que nos gusta, pero nunca cerremos la puerta a lo desconocido porque quizás ahí y solamente ahí encontremos a esa persona que terminará siendo la dueña de nuestras vidas, de lo contrario va a llegar un día en el que escuchemos a alguien decir: "a mi me gustan las mujeres morochas, de hasta 1,60mt, ingenieras y que vivan en un departamento con vista a la calle. Cuando cumplas esos requisitos te invito a bailar", triste pero cierto...

lunes, 1 de agosto de 2011

Si si, ahora también escribo cuentos!


Abrió los ojos pero el resplandor lo cegó. Tardó unos minutos en que la vista se adecuara a la intensidad del sol y le permitiera ver en que lugar estaba.
El roce con el agua y el ruido de los pájaros algo iba sugiriendo, pero hasta que no pudo observar con nitidez, su mente le impidió recordar donde estaba.
Cuando por fin las pupilas dejaron de trasmitir imágenes en blanco y negro, comenzó a ver un panorama que le ayudaba en nada: campo en ambos márgenes del río y pequeños bancos de arena que se dejan ver ante la escaza correntada que trae el agua en los meses de pocas lluvias, fue lo poco que pudo contemplar de un lugar prácticamente desolado.
El mugido de algunas vacas y el canto de pájaros desde las copas de árboles lejanos era lo único que alteraba la paz del lugar.
Desde la pequeña islita dónde estaba, vio la posición del sol y supuso que era la mañana. Antes de bajar a la arena y después al agua, se miró a si mismo y notó que su ropa estaba rota, como si lo hubiera mordido un animal, aunque él no tenía ni un rasguño.
¿Qué había pasado la noche anterior, como para terminar en un lugar desconocido y en ese estado?
Con 65 años, hacía varias décadas que no iba al río siquiera a pescar y nunca antes se había despertado en una isla.
Más allá de las dudas y el aturdimiento que genera el no tener respuestas, decidió caminar por el cauce. No tenía zapatos así que bastó con sólo arremangarse un poco los pantalones, al menos en el pié que no estaba roto.
Unos 150 metros a favor de la corriente le bastaron para observar como el hilo de agua se ensanchaba y aparecían nuevas islas sobre el cauce.
A lo lejos, comenzó a divisar algunos senderos en las riveras, los que seguramente utilizan los areneros para bajar y subir los carros al agua con la ayuda de sus caballos.
Si bien el lugar seguía siendo extraño, comenzó a sentir alguna certeza: en algún momento no muy lejano ya había estado ahí; eso si, seguro que no había sido anoche.
Mientras ese pensamiento rondaba por su cabeza un sonido retumbó en la paz del lugar. El motor de un camión rompió con el canto de los pájaros y el lento transcurrir del agua bajo sus pies.
Si bien apareció como un rumor lejano, la certeza de que había una ruta en las cercanías al lugar se hizo evidente y lo hizo correr varios metros más hacia delante, con la esperanza que a la vuelta de la próxima curva que proponía el río se encontraría con, al menos, un puente que surcara el cauce.
La esperanza duró poco, la llegada a la curva no deparó otra cosa que más islas, y un cauce que ya se volvía monótono después de varias horas de trayecto interrumpido.
El hombre continuó caminando casi sin más motivos que el ir poniendo un pié delante de otro, mientras buscaba respuestas para saber como había llegado hasta ese lugar, mientras tanto sentía cada vez más cercana la presencia de vehículos.
Cuando el sol ya le quemaba la cabeza a lo lejos divisó un puente, y aunque tenía cierta similitud con alguno que ya había visto antes, ciertas cosas a su alrededor le llamaron la atención.
La estructura de hormigón era la misma que él había cruzado en tantas oportunidades cuando iba hacia Río Cuarto o a las sierras, pero el entorno no. El cauce del río se había ensanchado e incluso en los últimos metros caminados también ganó en profundidad –lo que generó que utilizara una rama de un árbol a modo de bastón, para prevenirse de la correntada-.
Siguió caminando y observó algo mucho más llamativo: el puente no estaba completo y los camiones y máquinas que sintió durante la mañana eran los que traían piedras, arena y materiales para hacer la obra.
Justo al lado de la construcción si había una obra terminada y era el puente destinado al paso del tren, propiedad del Ferrocarril Andino, al que también conocía bien porque estaban a pocos metros uno de otro.
“Se habrá caído el puente” pensó, mientras se arrimaba al lugar donde un grupo de obreros comía, acodados en unas vigas y en lo que parecía un alto de la obra.
Observó las caras de los desconocidos y se dio cuenta que nadie le prestaba atención. Se subió a la ribera del río y a unos 10 metros vio que había otro grupo de trabajadores, bajando alambres de acero de la caja de un camión.
Entre ellos notó una cara familiar, flaco, alto y de tez clara. De pelo corto y marrón, y vestido con un jardinero que denotaba un intenso uso en obra y una camisa amarillenta y roída.
La situación lo dejó inmóvil durante unos minutos, al punto que casi pasa por alto que el club que se encontraba al lado del camino y al que tantas veces fue no estaba. En su lugar sólo había una densa arboleda.
El sujeto al que se había quedado mirando se le arrimó, quizás reconociendo también algo familiar en él y le preguntó: “¿Qué hace usted acá?”.
Fue precisamente ahí cuando un frío le corrió por la espalda al darse cuenta de una morbosa verdad: era él mismo quien le hablaba, pero con 40 años menos.
Entre el obrero y el viejo había diferencias como la calvicie y el peso, pero el tono de voz y la mirada eran las mismas.
En ese momento, recordó que durante su juventud, cuando trabajó en la construcción de un puente, le había ocurrido un episodio similar con un extraño que se acercó a él saliendo desde un río.
-¿Qué hace usted acá?, preguntó en esa oportunidad al extraño.
-No sé, pero por alguna razón, el destino quiso que apareciera acá para verte y hablar con vos sobre tu futuro.
-¿Pero y usted quien es?
-Si te lo explico, no me vas a creer así que mejor evitemos explicaciones.
-¿Y que me quiere decir?
-Que vivas dignamente, que no desaproveches tu tiempo en rencores vanos. Ocúpate de tu trabajo porque es el que te va a dar de comer a ti y a tu familia….
Precisamente en ese instante, el viejo recordó que años atrás aquel desconocido le recomendó no perder tiempo y declararle su amor a Laura, situación que repitió durante la charla y en varias oportunidades.
-¿Porqué me dice todo esto?
-Porque quiero que vivas una vida plena, como la que tuve yo. Replicó el anciano, que ya había entrado en confianza.
Mientras decía eso un nuevo escalofrío recorrió las vértebras del viejo. En ese mismo instante se dio cuenta que había muerto y que ese preciso momento era el mismo vivido durante su juventud aunque desde el otro lado. No era otra cosa que el círculo de su vida que se estaba cerrando.
Los orientales tienen una creencia: aseguran que si bien nuestro destino está sellado, incluso antes de nuestro nacimiento, hay un momento en nuestras vidas en que el creador nos dá la oportunidad de modificarlo. Sólo es cuestión de darse cuenta cuando es ése momento.
“El destino es fatal como la flecha, pero en las grietas, está dios, que acecha”, dice Borges en uno de sus cuentos.
Unos minutos pasó mirando como los obreros colocaban los cables metálicos de un lado a otro del puente y luego comenzó a caminar por el camino rumbo a la puesta del sol, justo a la hora en la que la noche se une con el día y en el momento en que los ángeles del cielo bajan a la tierra en busca de las almas que han dejado ya sus cuerpos definitivamente.
Desde lejos, un joven lo observa se ríe y sigue golpeando un cable.

lunes, 25 de julio de 2011

¿Hay que olvidar un desencuentro amoroso?


Dando vueltas por Internet me encontré con que hay un médico de Córdoba al que se está investigando porque ofrece la cura al mal de amores.
El nombre no viene al caso, pero este profesional es egresado de la Universidad Nacional de Córdoba en 1971 y al parecer optó por combinar la medicina occidental con la oriental.
El médico ofrece la cura del mal de amores y cualquier emoción negativa, en apenas tres sesiones de una hora ¡Es más efectivo incluso que un psicólogo! Profesionales que ya de por sí contaban con poca estima de mi parte.
"El ser humano es emocional. La psiconeuroinmunoendocrinología permite revertir todos los shocks sin ingenir ninguna sustancia farmacéutica", le dijo el profesional a Cadena 3. (Mis vacaciones me permiten escuchar cosas que antes no)
"Las emociones son fundamentales para vivir bien o mal. Ante cosas malas, el cuerpo genera cortisol, que nos va destruyendo a través del sistema inmunológico. Las sensaciones positivas generan serotonina. Una infidelidad, un desamor, llevan a tener emociones negativas. El neuroestrés trata cualquier situación negativa: una violación, una pérdida, etcétera", sostuvo.
Algo al menos llamativo, fue cuando el médico recordó: "En 1975 hice acupuntura y ya fui sancionado por el Consejo de Médicos, porque esa práctica no estaba difundida”.
“No hablo de curar sino de suprimir las emociones. No existe una medicina que trate las emociones", cerró.
Escuchando esas cosas me puse a pensar y me surgió un interrogante que es cada vez más recurrente en mi mismo y es el enamorado rechazado, o el dejado ¿quiere olvidar?.
No hablo de terminar acosando a la mina que no nos quiso, sino de lo que todo el olvido genera.
Un rechazo o una mala experiencia amorosa no deben olvidarse sino todo lo contrario: deben ser parte de un currículum vitae celeste que sirva para presentar a las puertas del cielo y que nos permita certificar algún día que HEMOS VIVIDO.
Probar, errar y caer; volver a probar y volver a errar y caer aún más bajo, y así hasta lograr la victoria, de eso se trata la vida y las relaciones amorosas son parte importante de ello.
No podemos renunciar a lo que nos pasó y suprimir sentimientos pasados, porque son esas desventuras precisamente las que hicieron de nosotros lo que somos hoy en día y que mejor que un corazón golpeado y lleno de cicatrices como para  seguir aferrándonos a esa idea de encontrar a la persona que nos amará definitivamente.